sábado, 5 de julio de 2014

MATILDE Y EL MAR


Tiene la piel tersa y blanca, se ve suave.
Ella le gusta a él, más de lo que a mí me gusta él.
Ya hablamos o ya me invitó a la plaza, o sabemos los nombres de los dos o de los tres o de los cuatro.
Él tiene la piel suave y usa una almohada para hacerse compañía, yo mientras tanto cierro los ojos para imaginar que traspasa ese espacio trasparente para llevarme, y me deja.
Entonces cuando está bien cerca, como una cortina en un verano de sol, nos movemos suavemente, si es todo suave no entra otra palabra acá. Hace mucho calor entonces no tenemos mucha ropa y no tardamos.
Había alguien más ahí pero ahora ya no. Éramos muchos, éramos dos.
Entonces como unos gusanos que son lindos, porque son jóvenes, se revuelven y reptan sobre sí.
Son los gusanos y somos los que se miran de arriba. Mientras se hacen la piel que tienen, entonces también nos hacemos la piel.
En los ojos cerrados hay una fiesta. Todo entra.

Ella atiende en una verdulería y tiene los ojos separados lo suficiente para querer meterle ojos en todos sus medios, usa un vestido de pastel y el escote, todo se vuelve suficiente y justo. Tiene el pelo recogido y usa un pañuelo, que no cubre todo su pelo sino que dibuja una línea de color en su cabeza y cierra con un moño, como lo hacen los regalos.
Ella suena.
Hay en el medio de nosotros metidos muchos más, encarnaciones de la belleza. Con los ojos cerrados.
Y ella sigue vendiendo tomates, naranjas, ajos, peras y sandías.
Matilde sabe cuándo se vuelve rojo, cuándo quiere más color.
Ella quiere saber cómo es la textura de su lengua, quiere saber cuánta sal.
Y yo cuánta trajiste del mar.





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