El olor a humedad.
Los
pisos se hunden en cada paso, los muebles como ajenos, coloridos,
recién pintados. No alcanza, acá se siente al mundo hostil, se siente miedo,
desconfianza.
Ya
no sé cuántas veces lo llevo corroborado.
Cuando
salgo, busco el aire, la soledad de la noche me lleva a mirar la luna, entonces
las distancias me respiran, cierro la boca, y entro de vuelta en la
casa, con el aire por dentro, para poder sobrevivir.
No
sé qué es lo que pasó, supongo que algo en el patio, o donde está la bañera.
Una mañana o al medio día del sol. No sé cuándo empezó a ajarse, o cuando
empezó la conciencia. La
tortuosidad del tiempo, o los bolsillos callados, las colillas acumuladas y la
grasa desbordando.
La
abuela mataba las gallinas, las ponía para abajo, y el ruido, el quejido era lo
que venía después del olor, o antes, ya no me acuerdo.
La
abuela también tenía una quinta, pero eso ahora no importa, porque ahora estoy
hablando desde una de las habitaciones de la casa, y ahí no entran quintas, ni
verdes, ni colores ni luz.
Lo
único que entran son puntadas. Si me esmero también salen mocos.
La
asquerosidad sirve para que la casa se ponga un poco mejor.
Como
si cada palabra pudiera parecerse a la exageración de estar inmerso acá.
A
vos también te pasaría.
Yo
lo sé y por eso me quedo en esta habitación. Cuando es necesario me meto
dentro de la cama, y hago el esfuerzo por no escuchar las voces que vienen del baño.
Es como si sólo alguien, o algunos, nunca hay nadie en el baño verdaderamente.
No
me animo a golpear. Sé que las voces son murmullos.
No
alcanzo a entender, es que no quiero, aunque no oigo, no llego, no logro
escuchar más que los chirridos que se hacen al hablar.
No
sé cuándo empezó.
Ya
pasaron cinco años, sigo acá.
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