domingo, 12 de octubre de 2014

DESDE UNO DE LOS POLOS



I
El escritor se quedó en silencio.
Se había despertado con ganas de comer sándwiches de miga primavera: lechuga tomate queso y jamón.
Antes había leído sobre la gravedad y había escuchado el tema que hace Don Bunker. Había enloquecido en el baño creyendo ser él.
Antes había estado hablando sobre ocupaciones y cosas aburridas, sólo por querer contactarse con otro.
Después había vuelto a escuchar esa misma canción, y recordó que antes había creído que reconocer algo conocido le daba mucha satisfacción.
Había tenido calor y las manos hirviendo. Sus palmas se habían revuelto en el agua.
Ahora escuchaba atento el punteo.

II
Transpiró. Es verano. Desde hace unas horas es verano.
Está con la boca cerrada mientras sigue teniendo calor.
En silencio se acerca a la ventana y ve cómo brillan las luces de navidad.
Los autos pasan, el calefactor hace ruido piloto, y nada se le viene a la cabeza. Espera atento la aparición de alguna idea.
Revisa el teléfono esperando alguna sugerencia, desea que le cuenten alguna historia, que le pidan; ilusiona ponerse a copiar.
Corre la cortina, los sweaters están amontonados en un costado.
Abre las ventanas.
Sale al patio, riega el malvón.
Mira a los lados y el piso blanco liso de nieve. Sólo unos trajes naranja a lo lejos. Nada más. Un campo cristalino y estridente. La Antártida o un desierto blanco.
Arriba está celeste grisáceo, y el sol pasa entre las dos tonalidades. No llega a ser lo amarillo que es.
Está quieto, tiene unas hojas en la mano, las sostiene tan suave que caen. Desciende en su búsqueda y ve que sus pies comienzan a derretir ese suelo blanco nieve, se hunde despacio, se da cuenta, también, que ya no lo sostiene. Se da cuenta que para escribir necesita que algo le pase. Se da cuenta que la palabra también se escribe después de decir alguna primera cosa para hacer referencia a que se repite esa primera, pero no le importa nada de nada. El escritor quisiera olvidarse de todo, o solo cantar, quisiera saltarse las reglas, desconocer y no volver a recordar.
Después de hundido escribe que el suelo no lo sostiene, etcétera.
Se derrite cuando está a punto.
Que algo le pase significa venírsele encima o chupado por un océano, bajo la superficie que lo inunda ahora que el agua le llega a la nariz.

III
Otra vez, pero otro tema, ahora suenan las algas al pasar y también recuerda otra melodía de Don y vuelve a jugar a que es él, entonces aparecen las cámaras que lo filman, porque ya lo consiguió.
Y ahora lo buscan.
Escribe historias desde el fondo, es escritor, cantante y guitarrista y las cámaras lo captan.  

IV
No poder escribir fue lo más grave que le pasó al escritor, le pasaba cuando no le salía abrirse ni un poco, una boca cerrada llenándose lento a montones de palabras comidas.
En los buenos tiempos, se desvanecía ante sus propios ojos, para volverse frío abierto y amplio, llano, inmenso, se dejaba crecer y volvía a desaparecer.
Iba y volvía, salía al patio, a la vereda, admiraba el malvón. Se miraba la nariz, cada detalle con detenimiento.
Se miraba al espejo.
Perdía el tiempo.
En la otra cuadra construían una casa. En la otra cuadra había dos conociéndose.
El escritor creía que el romanticismo o que la compotera, o que las papas fritas. Le daba lo mismo.

V
Ah, el escritor.
Despoblado. Un monte sin árboles. Raso de cielo. Grande y fértil, hectáreas de potencia vegetal.

VI
Las luces de navidad siguen titilando como de costumbre.
En la madrugada el escritor se despierta con una historia entre medio.
Se levanta con esmero y entusiasmo, se prepara, va al baño, se mira se lava los dientes se lava la cara se lava las manos se lava los pies.
Es verano, piensa, apaga el calefactor y sale a buscar frescura.
Por fin, como hizo la madrugada anterior, come duraznos en almíbar.
Por fin, enuncia el escritor, por fin.
Lleva unos duraznos a la mesa y escribe.
Después, llama Epitelial a su poema.


Su piel es suave
Natural y sencillo,
Cuando le paso la lengua sigo creyendo:
Suave de acá hasta acá.

Sus curvas esconden un misterio giratorio.
Un revés que da vuelta.
Mi lengua se entrelaza en el metal plateado [1] y su carne tierna.
Duraznos. Almíbar.


Y el escritor vuelve a mirar a los costados y vuelve el desierto blanco y los trajes naranja que se ven a lo lejos amontonados de a tres o cuatro.
Está sobresalido del frío que hay. Congelado todo para afuera.
Entra al iglú.
Cuando logra que pase, el color chorrea el calor que lo consume.
El problema: fuego-hielo.
Mira por la ventana y ve que las hojas que acaba de escribir quedaron ahí y buscan entrelazarse con el suelo blanco que las introduce, que las hace homogéneas a su trasparencia.
El escritor sale con el mismo esmero con el que se despertó.
Corre entre el viento gris celeste e indiferente, agarra las hojas que chorrean. Entra y las transcribe en el hogar primaveral.
Sale al patio y riega el malvón.
¿Es verano, primavera? Se siente apurado, se desgrana de a poquito, se consume, se incendia, se destiñe.
Un termómetro se ensancha y se comprime.
Y el escritor descubre que quiere nadar. 






Dibujo: Luciana Gamberini 

El agua sostiene cuando el escritor hace la plancha, lo envuelve cuando baja al fondo. Su boca se seca de tanta humedad que hay fuera y quisiera tragar.



[1] Un arito en una oreja, una cuchara abriendo un durazno en dos.

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