I
El escritor
se quedó en silencio.
Se había
despertado con ganas de comer sándwiches de miga primavera: lechuga tomate
queso y jamón.
Antes había
leído sobre la gravedad y había escuchado el tema que hace Don Bunker. Había
enloquecido en el baño creyendo ser él.
Antes había
estado hablando sobre ocupaciones y cosas aburridas, sólo por querer
contactarse con otro.
Después
había vuelto a escuchar esa misma canción, y recordó que antes había creído que
reconocer algo conocido le daba mucha satisfacción.
Había tenido
calor y las manos hirviendo. Sus palmas se habían revuelto en el agua.
Ahora
escuchaba atento el punteo.
II
Transpiró.
Es verano. Desde hace unas horas es verano.
Está con la
boca cerrada mientras sigue teniendo calor.
En silencio
se acerca a la ventana y ve cómo brillan las luces de navidad.
Los autos
pasan, el calefactor hace ruido piloto, y nada se le viene a la cabeza. Espera
atento la aparición de alguna idea.
Revisa el
teléfono esperando alguna sugerencia, desea que le cuenten alguna historia, que
le pidan; ilusiona ponerse a copiar.
Corre la
cortina, los sweaters están amontonados en un costado.
Abre las
ventanas.
Sale al
patio, riega el malvón.
Mira a los
lados y el piso blanco liso de nieve. Sólo unos trajes naranja a lo lejos. Nada
más. Un campo cristalino y estridente. La Antártida o un desierto blanco.
Arriba está
celeste grisáceo, y el sol pasa entre las dos tonalidades. No llega a ser lo amarillo
que es.
Está quieto,
tiene unas hojas en la mano, las sostiene tan suave que caen. Desciende en su
búsqueda y ve que sus pies comienzan a derretir ese suelo blanco nieve, se
hunde despacio, se da cuenta, también, que ya no lo sostiene. Se da cuenta que
para escribir necesita que algo le pase. Se da cuenta que la palabra también se
escribe después de decir alguna primera cosa para hacer referencia a que se
repite esa primera, pero no le importa nada de nada. El escritor quisiera
olvidarse de todo, o solo cantar, quisiera saltarse las reglas, desconocer y no
volver a recordar.
Después de
hundido escribe que el suelo no lo sostiene, etcétera.
Que algo le
pase significa venírsele encima o chupado por un océano, bajo la superficie que
lo inunda ahora que el agua le llega a la nariz.
III
Otra vez,
pero otro tema, ahora suenan las algas al pasar y también recuerda otra melodía
de Don y vuelve a jugar a que es él, entonces aparecen las cámaras que lo filman,
porque ya lo consiguió.
Y ahora lo
buscan.
Escribe
historias desde el fondo, es escritor, cantante y guitarrista y las cámaras lo
captan.
IV
No poder
escribir fue lo más grave, una boca cerrada llenándose lento a montones de
palabras comidas.
En los
buenos tiempos, se desvanecía ante sus propios ojos, para volverse frío abierto
y amplio, llano, inmenso, se dejaba crecer y volvía a desaparecer.
Iba y
volvía, salía al patio, a la vereda, admiraba el malvón. Se miraba la nariz,
cada detalle con detenimiento.
Se miraba al
espejo.
Perdía el
tiempo.
En la otra
cuadra construían una casa. En la otra cuadra había dos conociéndose.
El escritor
creía que el romanticismo o que la compotera, o que las papas fritas. Le daba
lo mismo.
V
Ah, el
escritor.
Despoblado.
Un monte sin árboles. Raso de cielo. Grande y fértil, hectáreas de potencia
vegetal.
VI
Las luces de
navidad siguen titilando como de costumbre.
En la
madrugada el escritor se despierta con una historia entre medio.
Se levanta
con esmero y entusiasmo, se prepara, va al baño, se mira se lava los dientes se
lava la cara se lava las manos se lava los pies.
Es verano,
piensa, apaga el calefactor y sale a buscar frescura.
Por fin,
como hizo la madrugada anterior, come duraznos en almíbar.
Por fin,
enuncia el escritor, por fin.
Lleva unos
duraznos a la mesa y escribe.
Después,
llama Epitelial a su poema.
Su piel es
suave
Natural y
sencillo,
Cuando le paso
la lengua sigo creyendo:
Suave de acá
hasta acá.
Sus curvas
esconden un misterio giratorio.
Un revés que
da vuelta.
Mi lengua se
entrelaza en el metal plateado [1] y su carne tierna.
Duraznos.
Almíbar.
Y el
escritor vuelve a mirar a los costados y vuelve el desierto blanco y los trajes
naranja que se ven a lo lejos amontonados de a tres o cuatro.
Está
sobresalido del frío que hay. Congelado todo para afuera.
Entra al
iglú.
Mira por la
ventana y ve que las hojas que acaba de escribir quedaron ahí y buscan
entrelazarse con el suelo blanco que las introduce, que las hace homogéneas a
su trasparencia.
El escritor
sale con el mismo esmero con el que se despertó.
Corre entre
el viento gris celeste e indiferente, agarra las hojas que chorrean. Entra y
las transcribe en el hogar primaveral.
Sale al
patio y riega el malvón.
Un
termómetro se ensancha y se comprime.
Y el
escritor descubre que quiere nadar.
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Dibujo:
Luciana Gamberini
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El agua sostiene cuando el escritor hace
la plancha, lo envuelve cuando baja al fondo. Su boca se seca de tanta humedad
que hay fuera y quisiera tragar.
[1] Un arito en
una oreja, una cuchara abriendo un durazno en dos.