Giró la perilla
para liquidar el fuego.
-¿Cómo vivís la
intimidad? Sí, conmigo te pregunto.
Preguntó.
Quería saber
cómo se sentía estar con ella sola.
Se le había
corrido el pelo, y volvió a ponerlo donde estaba, una cortina que le hacía
tenue la pregunta, suave rock and roll.
Entonces le
volvió a preguntar.
Él la miró, la
miró de lejos, la miró de cerca, le miró las manos, le miró el lunar del
cuello. Le acarició los bordes, le delineó los ojos y las orejas.
Mientras ella
respiraba, rápido ligero.
Ya había buscado
la jarra con agua.
Entonces se
sentó y lo miró. Se rió al verlo.
Le gustaba tanto
el silencio, que se despejó la cara y se corrió las cortinas para verlo mejor.
Se paró, se sacó
las medias y abrió la ventana.
Era al medio
día. Se acordó de una película, de la escena, de la hora cúlmine de esplendor, el medio día.
Y después de un
rato bajó las persianas, cerró la ventana y se
acostaron. Uno al lado del otro.
Lejos, para acostumbrarse a verse primero. Se abrazaron imaginariamente y
se acercaron también.
Después se
miraron con los ojos cerrados y volvieron a despertar.
Ella había
soñado y ya quería hacer algo.
Él, cuando se levantó fue para dibujar los planos de una nueva casa que se le había
ocurrido en el momento del medio especial dormir despertar.
Sentía que el invento y las líneas tenían que ver con ella, con
la aparición de la pregunta o con ella, o con cualquier cosa.
Ella lo miró y
le dio un pedazo de sandía, la parte del corazón, roja y jugosa y llena de
agua.
Le había sacado
las semillas, la cáscara, estaba lista para ser comida.
Mientras tragaba
le tocó a él, le tocó la pregunta.
-¿Y vos qué
decís? ¿Cómo vivís la intimidad cuando estoy, estás, estamos?
Ahora le tocaba
a ella el silencio. Entonces buscó canciones para decirle. Bailaba lento, bien
lento.
Ella se veía
agradecida, sin decir nada, seguía tomando agua.
Parecía que le
pasaba lo mismo con la misma pregunta, o ella se volvía como yo, o yo como
ella, o yo como él.
Lo
mismo.