Me muero de ganas de escribir pero también de comer un sándwich de queso tomate de comer un sándwich con enorme pan pebete, ni siquiera aguanto calentarlo, también, porque comer y escribir tienen para mi esa similitud.
Creo que tenía doce, era el mismo momento en el que usaba
una campera azul que no me sacaba de encima, tenía algo de traje protector como
si tuviera repelente o fuera un suave
plush, también un impermeable.
Estaba en 6to.
Mi mama había hecho un asiento con una lata de veinte litros,
y entonces yo guardaba los papeles de lo que comía, una especie de tesoro
secreto, todas golosinas deliciosas. Me gustaban mucho los bon o bon, los
alfajores, unas galletitas de coco que venían en un paquete turquesa o lila,
porque unas eran de coco y otras de vainilla. Me gustaban mucho como ese buzo
rojo que era de un outlet de mar del plata, de un algodón espeso y duradero.
Ahora podría hacer unos mates y calentar un sándwich lento para que el queso se derrita pero que el tomate quede casi fresco, ahora me inunda una paciencia puedo salir y mirar el cielo y pensar que estoy bien acá, y que ese sentimiento de tener esta y muchas otras vidas más se vuelve tenue y difuso.
Ahora se viene una tormenta, de esas de mar, que son más grises o estoy en el mar y por eso la tormenta es de mar. Casi que voy a la plaza pero me quedé pensando que por ahí venias de visita.